te estoy mirando, Béjar, enamoradamente
al hilo de esta tarde, víspera del otoño,
en que la brisa huele a heno y a Septiembre
y el sol, tras de la ardiente caricia del estío,
ha dorado las hojas de los viejos castaños
y ha pintado la hierba del color amarillo.
A mis espaldas alza sus grises cresterías
la sierra, desnuda de nieve, sobria y muda
y al fondo, ante mis ojos, largamente tendida,
como una gigantesca lanzadera en reposo,
tú, mi ciudad amada, abejar de mis sueños,
con tu inmenso racimo de casas apretadas
en torno a tus torres, que emergen poderosas
como hitos de piedra, marcando tus distancias,
con tus calles estrechas como venas de sombra,
con tus claras plazuelas donde el sol se adormece,
con tus parpadeantes galerías abiertas
a la luz y al asombro de tu campiña insólita.
Desde el alto balcón del Castañar te miro,
te estoy mirando, Béjar, enamoradamente.
La mirada se hace tan íntima y tan honrada
que el corazón me duele, herido de recuerdos.
En todos tus caminos hay huellas de mis pasos
y en todos tus rincones un eco de mi infancia.
¡Cómo pesa en el alma esa carga de ausencias
que han dejado los años, al matar tantas cosas!
La tarde está apagando sus luces y sus nidos,
el campo se oscurece, el sol, llama sin fuego,
se hunde en el abismo del Tranco del Diablo.
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