Mi madre - Manuel M. Flores

¡Oh, santa madre mía!
Aún puedo al despertar por las mañanas
santificar mi trabajoso día
con mi beso primer sobre tus canas;
aún puedo con el alma cariñosa
sentir cómo resbala temblorosa
la mano en mis cabellos,
acaso por secar, madre piadosa,
la humedad de tus lágrimas en ellos.

Porque tú lo comprendes, tú lo sabes,
aunque no te lo diga, madre mía:
no soy feliz..., padezco. Hay en mi alma
el callado sufrir de la agonía.

Tú lo sabes, lo sabes, y por eso,
presintiendo de mi alma las congojas,
al estampar sobre mi frente un beso,
sin quererlo, con lágrimas lo mojas.

¿Qué fuera yo sin ti? ¿Dónde encontrara
mi triste vida cariñoso abrigo?
¿Quién con mis breves júbilos gozara?
¿Quién me buscara por sufrir conmigo?

¿Quién me diera valor? ¿Quién me alentara
en esta lucha eterna con la suerte?
¿Quién sino la evangélica matrona
a quien llamó Jesús la mujer fuerte?

¿Qué religiosa voz, de mi conciencia
huir hiciera la impiedad bastarda?
¿En dónde viera yo sin ti tu presencia
al ángel cariñoso de mi guarda?

Madre, tú eres la fe. Cuando en el templo,
mujer de los dolores, solitaria
levantas tu oración, es el querube
quien recoge tus lágrimas y sube
con ellas, al Eterno, tu plegaria.

Y es ella, tu oración, tu fe sublime,
tu fe de madre que el Señor bendijo,
la que, bañada en lágrimas, redime
y purifica el corazón de tu hijo.

Tú eres piedad y dulce fortaleza,
como el ángel que al Hijo sostenía;
tú levantas el polvo mi cabeza
y también me sostienes, madre mía,
cuando apuro en mis horas de tristeza
mi desbordado cáliz de agonía;
cuando siento que, herido de la suerte,
mi espíritu está triste hasta la muerte.

Tu voz cristiana, fervorosa y santa,
que habla con Dios y a la oración invita,
del santuario de tu alma se levanta
inspirada, dulcísima y bendita...

Quizá la duda con su noche impía
mi fatigado pensamiento puebla;
pero hablas..., y se va como la niebla
ante la clara suavidad del día.

Tú eres, madre, la copa del consuelo
con que la fiebre del pesar se calma,
y brilla como el iris en el cielo
tras de deshecha tempestad del alma.
Madre, tú eres amor, amor bendito.
Amor siempre inmortal, amor sin nombre,
el único en que encuentra un infinito
el insaciable corazón del hombre.

Siempre tú, sólo tú... Si me arrancara
este mi corazón que siento grande
porque tú estás en él, y lo arrojara
al viento en mil pedazos,
en cada uno grabada se encontrara
la imagen de mi madre entre mis brazos...
¡Siempre tú, no más tú! ¡Qué en mi existencia
sólo tú eres bondad, bien y consuelo;
sombra de ángel al mundo descendida,
pero nunca de mi alma desprendida,
fe de creencia, luz de mis ideas,
mi ser, mi amor, mi adoración, mi vida,
madre, imagen de Dios, bendita seas!

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